Por Alejandro Cornejo Mérida
Extracto del Boletín Danzón Club No. 31 (Septiembre, 2012)
Hace unos días, lleno de alegría, abordé el
autobús de la fantasía, del ensueño y la realidad, así nombré al camión de
pasajeros que me llevó al bellísimo Puerto de Veracruz. En el trayecto, al
pasar cerca de Córdoba, recordé algunas bellas vivencias que el Danzón ha
dejado en mi mente y en mi corazón. Me acerqué el bolígrafo y, en una pequeña
tarjeta, anoté algunas ideas sobre conocidos instructores de talleres de danzón que existen en el área
Metropolitana y otros lugares. Al regresar a la bella Ciudad de México, y
después de visitar, en sábado y por
varias horas
Existen muchas razones por las que se les puede escribir una carta a los
maestros de ese baile distinguido. Cada epístola refleja el sentir de quien la
escribe, pero ésta, pretende revelar el juicio colectivo de muchos alumnos de
diferentes talleres de danzón que, por alguna situación, omiten hacerlo en
forma escrita. La misiva tiene la característica de que va dirigida a quienes
con paciencia y fortaleza en el espíritu
nos enseñan a vestir de fiesta nuestras vidas, alargan la existencia y
cuidan nuestra salud a través de la actividad física que realizamos al ejecutar
los bellos pasos de danzón que nos dictan en sus clases. Éstas, y otras causas
me han hecho reflexionar y me motivaron para escribir mis emociones y
opiniones, similares a las de otros alumnos. No me resulta fácil hacerlo porque
hace muchos años que no escribo una carta y menos de esta naturaleza. Este
mensaje, lo escribo como un reconocimiento a la labor importante y altruista
que hacen los que enseñan a bailar el más elegante de los ritmos, y quisiera
que al leerlo se convencieran de que se les tiene aprecio y simpatía por
enseñar cómo se debe bailar el adorado
danzón, el bendito ritmo que en muchos hombres y mujeres han hecho florecer la
ternura, la sensibilidad y el amor.
Mi expresión hecha palabra escrita no
tienen otra intención que las de llevar un gesto de agradecimiento por las
enseñanzas que hemos recibido de
profesores que han sembrado en nuestras vidas las semillas del regocijo y el
placer; es una manifestación de gratitud por el aprendizaje que ha provocado en
cada alumno un cambio de notoria actitud; esa transmutación en la vida del discípulo danzonero lo ha
transportado a donde se le encuentra sabor a la vida y donde germina la alegría,
el goce, el deleite y la complacencia. El bello aprendizaje de ese género
musical impacta tanto en nuestra existencia que nos induce a expresar, abierta
y sinceramente la gratitud y la benevolencia hacia quienes nos transmiten ese
divino conocimiento.
Igual que muchas personas siempre he
tenido el tesón para alcanzar metas y objetivos propuestos; sin embargo, debo
destacar que ningún proyecto de administración de mi vida me había dado tanto
beneplácito y alegría, como el que diseñé hace algunos años para imponerme la
tarea de aprender a bailar el fascinante ritmo.
Desde que ingresé a un bienaventurado
taller del baile fino, descubrí en ese ambiente un manantial de ternura, de
alegría, de salud, solidaridad, afecto y de bienestar. Ese venero ha nutrido mi
espíritu de una fuerza tan vigorosa que ha transformado milagrosamente mi ser.
La magnificencia de esa alfaguara me ha tocado con un fulgor tan penetrante,
que llegó a mi corazón para convertirme en uno de los más apasionados
seguidores del majestuoso danzón. Esa luz portentosa y suave del conocimiento
transmitido por los maestros del baile paradisíaco, dio brillo a mis ojos y
dibujó la sonrisa en mi apesadumbrado rostro; alegró mi vida y me dio el
privilegio de ver cómo ese ritmo atrae a las almas solitarias y da alivio a los
cuerpos tristes y corazones maltratados por la indiferencia y el desdén. No
existe la menor duda de que el sublime ritmo de contacto tiene la virtud de
acercar a las personas, para luego impregnarlas de amor, afecto, simpatía y
delicadeza. Ese despertar de felicidad en las almas melancólicas no es posible
sin el auxilio del profesor, por eso se les admira.
Cierto que existen conductas de
instructores que a los alumnos incomoda, como por ejemplo, que sea un profesor
de los que se enfadan fácilmente, regañón, criticón, que ponga apodos, que use
lenguaje obsceno y agresivo, que se exprese mal de sus colegas profesores o que
sea descortés con las damas. Sin embargo, se admira a los maestros que motivan,
que animan e incitan, con especial pasividad y tolerancia, a que el alumno conquiste
la me meta de ser buen ejecutor del danzón; que bueno que existan profesores
que atienden de manera especial a los alumnos que se atrasan por no tener la
capacidad de seguir el acelerado ritmo de enseñanza de otros que aprenden de
manera rápida; aplaudimos a los instructores que se esfuerzan por lograr que
los alumnos adquieran el hábito de mostrar siempre la bella intensión artística
en la ejecución de los pasos y lograr, en todo baile, un elegante y llamativo
remate; y es que todos esos conocimientos habrán de ser en el alumno un
fulgurante ornamento que llevará con orgullo toda la vida. Todo esto es posible
sólo cuando el maestro siente un profundo amor por la disciplina que enseña,
pues no siendo así, no será capaz de despertar en el alumno el anhelo y el
deseo que conduce al éxito. También es entendible que el maestro es admirado
cuando su trabajo lo realiza con respeto y eficiencia, cuando está convencido
que la práctica es oscura si no se alumbra con la teoría; cuando acepta que es
su tarea producir cambios en la actitud de cada uno de sus alumnos.
Debemos de reconocer que al
incursionar en el mundo del danzón, gracias a los maestros, hemos aprendido,
entre otras cosas, que el ritmo es un maravilloso tonificante, y que no basta
tenerlo en la partitura para gozarlo; se requiere, además, escuchar los
timbales, el güiro y otros instrumentos que a su vez necesitan de alguien que
los ejecute con maestría y sentimiento. Algunos instructores opinan, y creo
hacen bien al señalar, que cuando se carece de cadencia, compás y orden, el
disfrute nunca alcanza su plenitud. Por ello, si deseamos llenarnos de gozo,
debemos atender esas sugerencias y aprender a ejecutar ese ritmo con gracia,
elegancia y gallardía, y para ello el camino indicado es acudir a los buenos
maestros, los expertos que enseñan los secretos de cómo bailar bien y disfrutar
lo que se baila. Es loable la tarea de enseñar; y es que en ese trabajo, al
alumno se le imprime disciplina, se le motiva, y se le corrige con paciencia al
ejercitar el agraciado lenguaje del cuerpo. Todo eso lo debemos percibir en un
ambiente de confianza, de fervor y cabal compañerismo. El proceso de enseñanza
aprendizaje se ilumina con la inteligencia, la imaginación y el sentimiento
creativo; en esa evolución se refuerzan los valores y los actos de honor y
dignidad que contribuyen al cambio de
apariencia permitiéndonos una mejor condición de vida. En el diálogo que se
sostiene con los alumnos, es hermoso notar que la comunicación se realiza sin
prejuicios y con un sentido crítico constructivo. Es pertinente señalar que la
autoridad académica y el buen prestigio del maestro se pierden cuando éste se
ausenta de la ética y pretende manipular y persuadir para lograr objetivos
algunas veces indecorosos. La autoridad se gana con el respeto a los alumnos,
escuchándolos y demostrando siempre el interés por corregir con resplandeciente
optimismo todo aquello que se tenga que subsanar o rectificar. El sarcasmo, la
humillación, el desprecio y la soberbia no deben tener cabida en la enseñanza y
los que practican estos nefastos vicios no merecen ocupar un lugar académico en
la cultura del danzón. El que enseña, por su condición de instructor, es el
centro de atención; los alumnos lo observan, lo critican y en ocasiones lo
evalúan sin maldad y con auténtica imparcialidad. Si sus actitudes son sanas y
positivas muchas veces son emuladas orgullosamente por sus discípulos. El
aprendizaje no solamente se circunscribe en aprender rutinas, pasos y más
pasos; desde el inicio de la enseñanza, salvo mejor opinión, debe incluirse una
actividad que haga el hábito en el alumno de expresar corporalmente el vigor,
la elegante y bella agresividad que tenga la intensión de hacer una buena
entrada, tan llamativa que capte la atención y que cada paso, figura o remate
estén impregnados de la voluntad y el ánimo de ajustarse al ritual danzonero
que exige mando, buena conducción, gracia, capacidad e imaginación para improvisar, y desde luego, elegancia y
distinción. Todos estos detalles deben
estar siempre penetrados de sentimientos generosos, nobles y altruistas;
en esa tarea se fortalecen gratas virtudes como lo es el respeto, la dignidad,
la superación, puntualidad, honradez, responsabilidad, gratitud y afecto por
nuestros compañeros de la clase.
Las buenas clases de danzón que
imparten los laureados maestros de excelencia inquietan y se disfrutan desde
antes de sus inicios. Los alumnos deseosos de aprender, felices, dignos y
gallardos se apresuran para llegar al recinto; sus oídos se muestran anhelantes
de escuchar danzones; los pies se ponen ávidos y ansiosos de entrar en acción;
los ojos inquietos, joviales y gentiles afinan sus pupilas para recrearse y
admirar las nuevas figuras hechas por los maestros para que las aprendan los alumnos.
Las manos esperan el contacto de la
pareja que habrá de dejar la huella fascinante del aroma de la divina fragancia
femenina. Ante esta tierna emoción, emergen del corazón tibias vibraciones que
se dispersan en los sentidos para aceptar con júbilo los componentes de la sana
recreación: la música, el ambiente y los bailadores. La elevada estima y
aprecio que se le tiene al ritmo nos lleva a sacrificar otras diversiones y deleites
que subyugan, envician y atrapan, pero por encima de todo está el cadencioso
baile distinguido cuya finura lo hace amoroso, delicado, sensible y dulcemente
cautivador.
Es verdad que el danzón se baila en
todos los estratos sociales, desde la más alta aristocracia hasta el más
humilde trabajador urbano; también es cierto que en las clases de danzón convergen gente de todos
los niveles; algunos provenimos del barrio, de la vecindad, de la colonia
proletaria con nuestra alma de plebeyo;
pero también acuden personas de la clase media y de la alta sociedad.
Justo es reconocer que precisamente en
la enseñanza del baile fino es donde el
buen maestro y el ambiente danzonero muchas veces nos pule hasta hacernos
asimilar algunas reglas de urbanidad que nos transmuta en dignos caballeros, de
esos que tratan a la dama con gentileza, decoro y cabal respeto, dándole las
gracias y llevándola amablemente a su lugar al terminar de bailar una tanda. Es
bueno decirlo, aunque a algunos no les parezca, que el maestro también nos
induce a vestir con elegancia; sugieren
constantemente que llevemos los zapatos bien lustrados, pues ellos mismos
dicen, y con mucho acierto, que cuando se baila con distinción, coordinación y
sincronía, la mayoría de las miradas se dirigen a los pies de los ejecutantes
que deben deslizarse con gallardía y con diáfana perfección. Por todo, esto
muchos alumnos viven agradecidos y valoran las indicaciones que reciben desde
las primeras clases; rápido se saturan de gracia, donaire y gallardía. Al bailar
esparcen la felicidad que les provoca el sabroso ritmo y con ello recrean a la gente que los miran ejecutar los
bellos pasos que han aprendido.
Tomar clases del baile elegante es
algo maravilloso que me ha sucedido; mis reflexiones e ideas relacionadas con
el danzón, se arremolinan en mi mente, bajan a mi pecho y en un lugar muy
especial de mi corazón se fraguan las palabras que ya articuladas emergen para
decir: ¡Gracias maestros por todo lo bello que me han enseñado! ¡Gracias a
todos los maestros directores de las danzoneras por impregnar mi vida de
danzón! ¡Gracias al maestro Miguel Faílde por la magia hermosa y siempre divina
de su herencia musical!
¡Qué hermoso es el danzón! ¡Qué bella
es la vida si se adereza con ese bendito ritmo! Tantas bondades tiene esa
música y tantos placeres engendra en nuestros corazones, que hace que ese
órgano que llamamos cerebro, el que alberga muchos miles de millones de
neuronas, se ponga en actividad y genere mayor cantidad de endorfina para
llevarnos, extasiados y narcotizados por la divina cadencia, al extremo del
paroxismo. Este dulce y sublime
conocimiento no tendría existencia si no contáramos con la valiosa ayuda de los
maestros de danzón. Por ello insisto en manifestar mi eterna gratitud a quienes
nos han enseñado el camino de la ventura y el bienestar.
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