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jueves, 11 de abril de 2024

MI VIDA POR UN DANZÓN. Un mensaje a los maestros de danzón

 Por Alejandro Cornejo Mérida

 Extracto del Boletín Danzón Club No. 31 (Septiembre, 2012) 

 Hace unos días, lleno de alegría, abordé el autobús de la fantasía, del ensueño y la realidad, así nombré al camión de pasajeros que me llevó al bellísimo Puerto de Veracruz. En el trayecto, al pasar cerca de Córdoba, recordé algunas bellas vivencias que el Danzón ha dejado en mi mente y en mi corazón. Me acerqué el bolígrafo y, en una pequeña tarjeta, anoté algunas ideas sobre conocidos instructores de  talleres de danzón que existen en el área Metropolitana y otros lugares. Al regresar a la bella Ciudad de México, y después de visitar, en sábado y  por varias horas la Ciudadela, la Plaza del Danzón, puse en orden mis pensamientos y decidí escribir un mensaje para los maestros de ese bellísimo ritmo generador de alegrías, placeres y éxtasis envidiables.

   Existen muchas razones por las que se les puede escribir una carta a los maestros de ese baile distinguido. Cada epístola refleja el sentir de quien la escribe, pero ésta, pretende revelar el juicio colectivo de muchos alumnos de diferentes talleres de danzón que, por alguna situación, omiten hacerlo en forma escrita. La misiva tiene la característica de que va dirigida a quienes con paciencia y fortaleza en el espíritu  nos enseñan a vestir de fiesta nuestras vidas, alargan la existencia y cuidan nuestra salud a través de la actividad física que realizamos al ejecutar los bellos pasos de danzón que nos dictan en sus clases. Éstas, y otras causas me han hecho reflexionar y me motivaron para escribir mis emociones y opiniones, similares a las de otros alumnos. No me resulta fácil hacerlo porque hace muchos años que no escribo una carta y menos de esta naturaleza. Este mensaje, lo escribo como un reconocimiento a la labor importante y altruista que hacen los que enseñan a bailar el más elegante de los ritmos, y quisiera que al leerlo se convencieran de que se les tiene aprecio y simpatía por enseñar cómo se debe bailar  el adorado danzón, el bendito ritmo que en muchos hombres y mujeres han hecho florecer la ternura, la sensibilidad y el amor.

Mi expresión hecha palabra escrita no tienen otra intención que las de llevar un gesto de agradecimiento por las enseñanzas  que hemos recibido de profesores que han sembrado en nuestras vidas las semillas del regocijo y el placer; es una manifestación de gratitud por el aprendizaje que ha provocado en cada alumno un cambio de notoria actitud; esa transmutación  en la vida del discípulo danzonero lo ha transportado a donde se le encuentra sabor a la vida y donde germina la alegría, el goce, el deleite y la complacencia. El bello aprendizaje de ese género musical impacta tanto en nuestra existencia que nos induce a expresar, abierta y sinceramente la gratitud y la benevolencia hacia quienes nos transmiten ese divino conocimiento.

Igual que muchas personas siempre he tenido el tesón para alcanzar metas y objetivos propuestos; sin embargo, debo destacar que ningún proyecto de administración de mi vida me había dado tanto beneplácito y alegría, como el que diseñé hace algunos años para imponerme la tarea de aprender a bailar el fascinante ritmo.

Desde que ingresé a un bienaventurado taller del baile fino, descubrí en ese ambiente un manantial de ternura, de alegría, de salud, solidaridad, afecto y de bienestar. Ese venero ha nutrido mi espíritu de una fuerza tan vigorosa que ha transformado milagrosamente mi ser. La magnificencia de esa alfaguara me ha tocado con un fulgor tan penetrante, que llegó a mi corazón para convertirme en uno de los más apasionados seguidores del majestuoso danzón. Esa luz portentosa y suave del conocimiento transmitido por los maestros del baile paradisíaco, dio brillo a mis ojos y dibujó la sonrisa en mi apesadumbrado rostro; alegró mi vida y me dio el privilegio de ver cómo ese ritmo atrae a las almas solitarias y da alivio a los cuerpos tristes y corazones maltratados por la indiferencia y el desdén. No existe la menor duda de que el sublime ritmo de contacto tiene la virtud de acercar a las personas, para luego impregnarlas de amor, afecto, simpatía y delicadeza. Ese despertar de felicidad en las almas melancólicas no es posible sin el auxilio del profesor, por eso se les admira.

Cierto que existen conductas de instructores que a los alumnos incomoda, como por ejemplo, que sea un profesor de los que se enfadan fácilmente, regañón, criticón, que ponga apodos, que use lenguaje obsceno y agresivo, que se exprese mal de sus colegas profesores o que sea descortés con las damas. Sin embargo, se admira a los maestros que motivan, que animan e incitan, con especial pasividad y tolerancia, a que el alumno conquiste la me meta de ser buen ejecutor del danzón; que bueno que existan profesores que atienden de manera especial a los alumnos que se atrasan por no tener la capacidad de seguir el acelerado ritmo de enseñanza de otros que aprenden de manera rápida; aplaudimos a los instructores que se esfuerzan por lograr que los alumnos adquieran el hábito de mostrar siempre la bella intensión artística en la ejecución de los pasos y lograr, en todo baile, un elegante y llamativo remate; y es que todos esos conocimientos habrán de ser en el alumno un fulgurante ornamento que llevará con orgullo toda la vida. Todo esto es posible sólo cuando el maestro siente un profundo amor por la disciplina que enseña, pues no siendo así, no será capaz de despertar en el alumno el anhelo y el deseo que conduce al éxito. También es entendible que el maestro es admirado cuando su trabajo lo realiza con respeto y eficiencia, cuando está convencido que la práctica es oscura si no se alumbra con la teoría; cuando acepta que es su tarea producir cambios en la actitud de cada uno de sus alumnos.

Debemos de reconocer que al incursionar en el mundo del danzón, gracias a los maestros, hemos aprendido, entre otras cosas, que el ritmo es un maravilloso tonificante, y que no basta tenerlo en la partitura para gozarlo; se requiere, además, escuchar los timbales, el güiro y otros instrumentos que a su vez necesitan de alguien que los ejecute con maestría y sentimiento. Algunos instructores opinan, y creo hacen bien al señalar, que cuando se carece de cadencia, compás y orden, el disfrute nunca alcanza su plenitud. Por ello, si deseamos llenarnos de gozo, debemos atender esas sugerencias y aprender a ejecutar ese ritmo con gracia, elegancia y gallardía, y para ello el camino indicado es acudir a los buenos maestros, los expertos que enseñan los secretos de cómo bailar bien y disfrutar lo que se baila. Es loable la tarea de enseñar; y es que en ese trabajo, al alumno se le imprime disciplina, se le motiva, y se le corrige con paciencia al ejercitar el agraciado lenguaje del cuerpo. Todo eso lo debemos percibir en un ambiente de confianza, de fervor y cabal compañerismo. El proceso de enseñanza aprendizaje se ilumina con la inteligencia, la imaginación y el sentimiento creativo; en esa evolución se refuerzan los valores y los actos de honor y dignidad  que contribuyen al cambio de apariencia permitiéndonos una mejor condición de vida. En el diálogo que se sostiene con los alumnos, es hermoso notar que la comunicación se realiza sin prejuicios y con un sentido crítico constructivo. Es pertinente señalar que la autoridad académica y el buen prestigio del maestro se pierden cuando éste se ausenta de la ética y pretende manipular y persuadir para lograr objetivos algunas veces indecorosos. La autoridad se gana con el respeto a los alumnos, escuchándolos y demostrando siempre el interés por corregir con resplandeciente optimismo todo aquello que se tenga que subsanar o rectificar. El sarcasmo, la humillación, el desprecio y la soberbia no deben tener cabida en la enseñanza y los que practican estos nefastos vicios no merecen ocupar un lugar académico en la cultura del danzón. El que enseña, por su condición de instructor, es el centro de atención; los alumnos lo observan, lo critican y en ocasiones lo evalúan sin maldad y con auténtica imparcialidad. Si sus actitudes son sanas y positivas muchas veces son emuladas orgullosamente por sus discípulos. El aprendizaje no solamente se circunscribe en aprender rutinas, pasos y más pasos; desde el inicio de la enseñanza, salvo mejor opinión, debe incluirse una actividad que haga el hábito en el alumno de expresar corporalmente el vigor, la elegante y bella agresividad que tenga la intensión de hacer una buena entrada, tan llamativa que capte la atención y que cada paso, figura o remate estén impregnados de la voluntad y el ánimo de ajustarse al ritual danzonero que exige mando, buena conducción, gracia, capacidad e imaginación  para improvisar, y desde luego, elegancia y distinción. Todos estos detalles deben  estar siempre penetrados de sentimientos generosos, nobles y altruistas; en esa tarea se fortalecen gratas virtudes como lo es el respeto, la dignidad, la superación, puntualidad, honradez, responsabilidad, gratitud y afecto por nuestros compañeros de la clase.

Las buenas clases de danzón que imparten los laureados maestros de excelencia inquietan y se disfrutan desde antes de sus inicios. Los alumnos deseosos de aprender, felices, dignos y gallardos se apresuran para llegar al recinto; sus oídos se muestran anhelantes de escuchar danzones; los pies se ponen ávidos y ansiosos de entrar en acción; los ojos inquietos, joviales y gentiles afinan sus pupilas para recrearse y admirar las nuevas figuras hechas por los maestros para que  las aprendan los alumnos.                                                                                                       

Las manos esperan el contacto de la pareja que habrá de dejar la huella fascinante del aroma de la divina fragancia femenina. Ante esta tierna emoción, emergen del corazón tibias vibraciones que se dispersan en los sentidos para aceptar con júbilo los componentes de la sana recreación: la música, el ambiente y los bailadores. La elevada estima y aprecio que se le tiene al ritmo nos lleva a sacrificar otras diversiones y deleites que subyugan, envician y atrapan, pero por encima de todo está el cadencioso baile distinguido cuya finura lo hace amoroso, delicado, sensible y dulcemente cautivador.

Es verdad que el danzón se baila en todos los estratos sociales, desde la más alta aristocracia hasta el más humilde trabajador urbano; también es cierto que en  las clases de danzón convergen gente de todos los niveles; algunos provenimos del barrio, de la vecindad, de la colonia proletaria con nuestra alma de plebeyo;  pero también acuden personas de la clase media y de la alta sociedad. Justo es  reconocer que precisamente en la enseñanza del baile fino es donde  el buen maestro y el ambiente danzonero muchas veces nos pule hasta hacernos asimilar algunas reglas de urbanidad que nos transmuta en dignos caballeros, de esos que tratan a la dama con gentileza, decoro y cabal respeto, dándole las gracias y llevándola amablemente a su lugar al terminar de bailar una tanda. Es bueno decirlo, aunque a algunos no les parezca, que el maestro también nos induce a  vestir con elegancia; sugieren constantemente que llevemos los zapatos bien lustrados, pues ellos mismos dicen, y con mucho acierto, que cuando se baila con distinción, coordinación y sincronía, la mayoría de las miradas se dirigen a los pies de los ejecutantes que deben deslizarse con gallardía y con diáfana perfección. Por todo, esto muchos alumnos viven agradecidos y valoran las indicaciones que reciben desde las primeras clases; rápido se saturan de gracia, donaire y gallardía. Al bailar esparcen la felicidad que les provoca el sabroso ritmo y con ello  recrean a la gente que los miran ejecutar los bellos pasos que han aprendido.

Tomar clases del baile elegante es algo maravilloso que me ha sucedido; mis reflexiones e ideas relacionadas con el danzón, se arremolinan en mi mente, bajan a mi pecho y en un lugar muy especial de mi corazón se fraguan las palabras que ya articuladas emergen para decir: ¡Gracias maestros por todo lo bello que me han enseñado! ¡Gracias a todos los maestros directores de las danzoneras por impregnar mi vida de danzón! ¡Gracias al maestro Miguel Faílde por la magia hermosa y siempre divina de su herencia musical!

¡Qué hermoso es el danzón! ¡Qué bella es la vida si se adereza con ese bendito ritmo! Tantas bondades tiene esa música y tantos placeres engendra en nuestros corazones, que hace que ese órgano que llamamos cerebro, el que alberga muchos miles de millones de neuronas, se ponga en actividad y genere mayor cantidad de endorfina para llevarnos, extasiados y narcotizados por la divina cadencia, al extremo del paroxismo. Este  dulce y sublime conocimiento no tendría existencia si no contáramos con la valiosa ayuda de los maestros de danzón. Por ello insisto en manifestar mi eterna gratitud a quienes nos han enseñado el camino de la ventura y el bienestar.

Pregunto: ¿Qué nos impide asistir a una clase o baile de danzón? ¡Nada! Nada ni nadie nos detiene cuando de bailar se trata. La adicción es tan fuerte que es capaz de derribar cualquier obstáculo por grande que sea. Es tan voluminosa la emoción y tan crecida la pasión que despierta ese bienaventurado ritmo que ha inspirado composiciones afamadas y dulcemente bellas como: MI VIDA POR UN DANZÓN.

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INSCRIPCION A LA ASOCIACION MEXICANA DE DANZONERO

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