Por Alejandro Cornejo Mérida
Extracto del Boletín Danzón Club No. 109 (Marzo, 2019)
“Martes, ni te cases ni te embarques”, reza el viejo refrán. Ese popular adagio, sin haberlo razonado, lo engullí desde niño como indicador de mal agüero, de mala suerte y de posibles desgracias. Luego aprendí que esas falacias las desvanece el raciocinio que da luz al entendimiento humano para que no se pierda en el oscuro abismo de la superstición; así, razonando, es posible apartarse de supercherías que no deberían existir en estos tiempos de avances científicos y tecnológicos. A pesar de mi claro entender, el martes pasado ocurrió lo que nunca imaginé que me aconteciera: Salí de la casa como a las cuatro de la tarde; avisé que iba a la oficina, por lo tanto, me arreglé como de costumbre, con traje y corbata, cuidando que mis zapatos estuvieran bien lustrados. La verdad, había pensado no ir a trabajar esa tarde, pues la decisión fue irme a bailar a uno de los salones más famosos de la Ciudad de México. Antes de retirarme de mi modesto departamento, mi señora me pidió que, si podía, de regreso pasara a una tienda de autoservicio y le llevara leche y pan. También me solicitó que le comprara una veladora grande pues era aniversario del fallecimiento de su mamá y tenía la costumbre de poner en el altar una foto de la difunta, un arreglo floral y una lamparilla de parafina.
Como a la cinco y medio de la tarde llegué al elegante y longevo salón de baile que se ubica en la popular colonia Guerrero; ahí encontré a viejos amigos bailadores, amantes del baile fino, como lo es el Danzón; desde que se inició el evento bailé al ritmo de la muy gustada orquesta del distinguido maestro Pepe Luis; luego, disfruté con una hermosa pareja, las bellísimas interpretaciones que hace la danzonera del “Príncipe del danzón”, el ilustre maestro, Felipe Urbán. Las candorosas pinceladas musicales acariciaban mis tímpanos que transmitían la bella música a cada una de las partes de mi cuerpo haciéndome gozar el éxtasis, resultado del desvaneo amoroso que fecunda el romántico Danzón. Así, en ese ambiente de inigualable deleite se me pasaron las horas. Me sentía como muchos danzoneros, consentido de Eros y de los demás dioses del Olimpo, en especial de Afrodita quien, invisible, me hacía llegar la suave brisa del amor, así como el perfume fulgurante de la pasión. Salí del “santuario” del ritmo elegante como a las once de la noche y de inmediato inicié el regreso a mi domicilio; al llegar, cuando colocaba mi auto en su cajón del estacionamiento colectivo, me acordé del encargo que me habían hecho –leche, pan y una veladora--, pero ya era tarde para conseguirlas, así que apenado y con sentimiento de culpa entré al apartamento. No tuve que disculparme al instante porque mi esposa ya estaba dormida cuando llegué, así que sin darle importancia a lo de la veladora y después de una buena bailada me dispuse a descansar. Faltaban como quince minutos para la media noche, me acomodé en un lugar de la sala y encendí el televisor; al poco rato, en ese medio electrónico empezaron a difundir comentarios sobre la horrible matanza de jóvenes que se divertían en una fiesta familiar en un lugar de Ciudad Juárez, Chihuahua. Ese lamentable hecho me hizo pensar en la enorme cantidad de asesinatos que se han cometido como consecuencia de la decisión del Gobierno Federal de combatir al crimen organizado. Mi mente se ocupaba de interpretar el dolor que sufren los familiares de gente inocente que ha muerto, a veces por las balas del ejército y policías y otras por los proyectiles de las armas poderosas usadas por sicarios. No sé qué me impulsó a levantarme del sofá en el que me encontraba, me acerqué a la ventana y discretamente moví la cortina para ver hacia fuera. La noche estaba intensamente oscura y tétrica. Empezaba a soplar un fuerte aire y en el suelo se escuchaban las primeras grandes gotas de agua que anunciaban un frenético aguacero. Esas lluvias penetrantes me alteraban porque mi departamento, ubicado en la planta baja, corría el riesgo de inundarse por los encharcamientos de la unidad habitacional formada por unos veintidós edificios de cinco pisos cada uno. Me preocupaba también el agua que caía en la azotea pues los ductos que bajan por la parte interna del edificio llevando el vital líquido, lo transportan en abundancia y, cuando esto ocurre, empieza a salirse por la coladera del baño y por el retrete; simultáneamente al aguacero desatado, empezaron los relámpagos y los perturbadores truenos, que con sus horrorosos estruendos, me sobresaltaban a cada instante. En esos momentos de inquietud y de zozobra no sé por qué me acordé de que alguna vez me platicaron que en ese terreno en que se hallaba la unidad habitacional, hubo un panteón del cual tuvieron que exhumar los restos de los difuntos para luego hacer la construcción.
Se cuenta también que el despojo de los cadáveres que no fueron reclamados quedaron dispersos entre los escombros sobre los que después se edificaron los departamentos, es por eso que, según dicen, en ocasiones se escuchan lamentos en las noches de tinieblas en que las horas se tornan tenebrosas.
Actualmente existen personas que aseveran que en las madrugadas oscuras y lluviosas, se observan en los pasillos y explanadas del lugar sombras humanas que se mueven, a veces lentamente y en ocasiones veloces. Mi pensamiento se ocupaba de eso cuando inesperadamente se fue la energía eléctrica; la tormenta, los relámpagos y las detonaciones eran tan fuertes que vibraban los vidrios de las ventanas. Yo era parte de la preocupación y me decía constantemente: “Dios mío que no se vaya a inundar el departamento”. Me empezaba a invadir el miedo a pesar de que en casa se encontraba mi adolescente hijo que ya dormía tranquilamente. Mi esposa, entre almohadones y una gruesa pijama, reposaba profundamente en nuestra recámara y no se daba cuenta de lo que ocurría. Con dificultad encontré la desgastada y vieja vela; la encendí, me terminé la taza de café que momentos antes me había servido y me fui al dormitorio; puse el cirio en el portavela, lo coloqué en el buró y me acosté al lado de mi señora. Pasaron los minutos, o tal vez las horas, el caso era que no podía dormir; el cansancio, la desesperación y la impaciencia provocada por el nerviosismo que en esos instantes me consumían, me impedían hacerlo; mis ojos estaban agotados, se me cerraban por momentos, pero el sueño no venía a mí porque en mi cabeza se movían ideas estúpidas como aquellas de que los muertos regresan a hacer reclamos sobre promesas que no les fueron cumplidas o por obligaciones y deberes que ellos no pudieron atender cuando se mantuvieron con vida en este mundo.
CONTINUARÁ
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