Continuación…
Por Alejandro Cornejo Mérida
Extracto del Boletín Danzón Club No. 110 (Abril, 2019)
El tiempo transcurría en mi ámbito de inquietud, no podía precisar si dormía o no, lo que sí era evidente es que algo raro ocurría en mi ser, pues lo que ahora narro no sé si lo hago de manera conciente o son manifestaciones reprimidas en un subconsciente atormentado. La tempestad con sus truenos y estampidos continuaba, la energía eléctrica no regresaba, la vela continuaba encendida; mis nervios, alterados como murciélagos rabiosos, revoloteaban en mi cabeza que estaba a punto de estallar. Quería rezar o encomendarme a Dios para tranquilizarme pero no era posible porque en mi mente estaba el recuerdo de mi suegra que tenía dos años de muerta. Remembraba que una vez que platiqué con ella me dijo que cuando falleciera no deseaba que la enterraran en la tumba de su esposo, solicitud que también se la hizo saber a sus hijos. Mis cuñados, mi esposa y yo no sólo fuimos omisos ante ese pedimento, sino que cuando falleció, se exhumaron los restos de mi suegro y sus huesos se pusieron en una bolsa de plástico para luego colocarlos en el féretro de ella. Esas reminiscencias complicaban mis instantes de inquietud real, o quizá ficticia que tal vez derivaban de una pesadilla; esos recuerdos generaban en mí un sentimiento de culpa y más ahora por no haber llevado la veladora que me habían solicitado; todo eso aumentaba la angustia que me embargaba. Con ese desequilibrio emocional, percibía que el vendaval continuaba; al no poder dormir ni tranquilizarme, me levanté y me asomé por la ventana que da a uno de los pasillos externos de uso común para los condóminos. Me quedé petrificado, pues a pesar de la oscuridad, vi pasar frente a mi ventana una sombra cuya silueta era exactamente la de mi suegra; caminaba lenta, como siempre, ligeramente encorvada y cubierta hasta la cabeza con su inseparable rebozo; en la mano izquierda llevaba un pequeño morral y en la derecha una bolsa de plástico. Lo que vieron mis agotados y desorbitados ojos me aterraron tanto que incrédulo y espantado exclamé: “¡Dios mío, esto no puede ser! Mi suegra ya está muerta. No, no puede ser”.
Apresurado y casi temblando de miedo regresé a la cama; mi esposa continuaba durmiendo; sin molestarla me acosté y con la cobija me cubrí de pies a cabeza. Mis pies y las manos los tenía tan fríos como bloque de hielo. El pavor y el miedo, como engendros de la cobardía, actuaban como roedores que carcomían mis desquiciados sentidos; aún dentro de esa perturbación, me acordé de que a la puerta de la recámara no le había puesto el pasador, así que me levanté y se lo puse. La energía eléctrica todavía no retornaba y esa situación hacía más difícil el momento. Volví al lecho y cubrí todo mi cuerpo con la gruesa cobija y el nuevo edredón comprado hacía pocos meses. El miedo y la angustia comenzaban a debilitarme; sentí que el cansancio me dominaba y me envolvía en un fuerte letargo. Aparentemente dormía, y en esa dormición anómala, que mi inconciente dominaba, noté que la lluvia había cesado; ya era de madrugada y la oscuridad de esa noche tenebrosa se debilitaba y empezaba a ceder ante la claridad ansiosamente esperada. Abatido por el nerviosismo y la somnolencia, decidí lentamente descubrirme la cara y ¡Oh sorpresa!, frente a mí, cerca de mis pies, estaba presente mi suegra; su mirada iluminada la percibía yo como un serio reclamo.
-- ¡Noooo…! ¡No, por favor! –grité despavorido--.
Luego me quedé inmóvil y sin poder hablar. El miedo caló hasta mis huesos y la voz fuerte que dicen siempre he tenido, se había apagado.
--Aquí están los huesos de tu suegro –dijo la mamá de mi esposa, y dejó caer al suelo la bolsa de plástico--; les advertí que no los quería en mi sepulcro y menos dentro de mi féretro. Te los traigo a ti porque tú pudiste oponerte a que los colocaran en mi caja y nada hiciste para evitarlo.
Con los ojos abiertos y sin poder decir algo, me quedé observando lo que supuestamente era la imagen de quien me había dado una esposa, pero que ahora estaba a punto de paralizarme el corazón por el impacto que me causaba su presencia. Después de unos breves instantes pude cerrar mis párpados y taparme la cabeza nuevamente para dejar de verla. Cuando consideré que ya podía gritar y pedir ayuda, me destapé y noté que el espectro había desaparecido.
Confundido y avergonzado por los gritos que supuestamente había lanzado, permanecí un largo rato en la cama; la claridad del nuevo día penetraba hasta los rincones más apartados de la recámara; mi esposa, quien me dejó en el lecho más tiempo de lo acostumbrado, ya estaba en la cocina preparando el desayuno. Me incorporé y de inmediato busqué la bolsa con los huesos pero no estaba. ¿Entonces todo fue un sueño? –me preguntaba--. Me acerqué a la ventana y desplacé hacia la izquierda la gruesa cortina; estuve observando hacia fuera desde el lugar donde supuestamente miré pasar la inconfundible figura de mi suegra. Consulté el reloj y ya casi eran las diez de la mañana; había un sol esplendoroso que alegraba el día como pocas veces. Solté la cortina que sujetaba con la mano izquierda, la que luego llevé a mi cintura, y con la mano derecha en la barbilla me quedé reflexionando sobre si lo ocurrido se debió al martes de mal agüero --apreciación ilógica--, a una pesadilla, o un sensato requerimiento de una difunta que vino a mi departamento a recordarme de que en su sepulcro no quería tener los huesos de su esposo --lo que ella había pedido en vida era inexplicable, pues sabíamos que con su esposo fueron personas que se quisieron bastante; eran de aquellos seres tiernos y cariñosos que deseaban amarse hasta en la tumba--. ¿O acaso fue una alucinación dada como respuesta por mi inconsciente debido a que embelesado por el sabroso ritmo del Danzón “olvidé justificadamente” comprarle su veladora y encenderla en su aniversario luctuoso?
No hay comentarios:
Publicar un comentario