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martes, 12 de diciembre de 2023

MISIVA DE GRATITUD

 Por Alejandro Cornejo Mérida

Extracto del Boletín Danzón Club No. 111 (Mayo, 2019)

Hace unos días, lleno de alegría, decidí salir de mi bella Ciudad de México. Abordé el autobús de la fantasía, del ensueño y la realidad, así nombré al camión de pasajeros que me llevó al bellísimo Puerto de Veracruz. En el trayecto, al pasar cerca de Córdoba, lugar donde se cultiva café de excelencia, recordé algunas bellas vivencias que el danzón ha dejado en mi mente y en mi corazón. Me acerqué el bolígrafo y, en una pequeña tarjeta, anoté algunas ideas sobre conocidos instructores de talleres de danzón que existen en el área Metropolitana y otros lugares. Al regresar a mi muy querida ciudad, y después de visitar, en sábado y por varias horas La Ciudadela, conocida como “La Plaza del Danzón”, puse en orden mis pensamientos y decidí escribir un mensaje para los maestros de ese bellísimo ritmo generador de alegrías, placeres y éxtasis envidiables.

Existen muchas razones por las que se les puede escribir una carta a los maestros de ese baile distinguido. Cada epístola refleja el sentir de quien la escribe, pero ésta pretende revelar el juicio colectivo de muchos alumnos de diferentes talleres de danzón que, por alguna situación, omiten hacerlo en forma escrita. La misiva tiene la característica de que va dirigida a quienes con paciencia y fortaleza en el espíritu nos enseñan a vestir de fiesta nuestras vidas, alargan la existencia y cuidan nuestra salud a través de la actividad física que realizamos al ejecutar los bellos pasos de danzón que nos dictan en sus clases. Éstas y otras causas me han hecho reflexionar y me motivaron para escribir mis emociones y opiniones, similares a las de otros alumnos. No fue fácil hacerlo porque ya hace muchos años que no escribo una carta y menos de esta naturaleza. Así que, el mensaje lo elaboré como un reconocimiento a la labor importante y altruista que hacen los que enseñan a bailar el más elegante de los ritmos, y quisiera que al leerlo se convencieran de que se les tiene aprecio y simpatía por enseñar cómo se debe bailar el adorado danzón, el bendito ritmo que en muchos hombres y mujeres ha hecho florecer la ternura, la sensibilidad y el amor.

Mi expresión hecha palabra escrita no tienen otra intención que la de llevar un gesto de agradecimiento por las enseñanzas que hemos recibido de profesores que han sembrado en nuestras vidas las semillas del regocijo y el placer; es una manifestación de gratitud por el aprendizaje que ha provocado en cada alumno un cambio de notoria actitud; esa transmutación en la vida del discípulo danzonero lo ha transportado a donde se le encuentra sabor a la vida y en la que germinan la alegría, el goce, el deleite y la complacencia. El bello aprendizaje de ese género musical impacta tanto en nuestra existencia que nos induce a expresar, abierta y sinceramente, la gratitud y la benevolencia hacia quienes nos transmiten ese divino conocimiento.

Igual que muchas personas siempre he tenido el tesón para alcanzar metas y objetivos propuestos; sin embargo, debo destacar que ningún proyecto de administración de mi vida me había dado tanto beneplácito y alegría, como el que diseñé hace algunos años para imponerme la tarea de aprender a bailar el fascinante ritmo.

Desde que ingresé a un bienaventurado taller del baile fino gracias a la sana invitación que me hiciera mi entrañable y fino amigo Ernesto Xelhuatzi Ávila, culpable de mi alegre y donairosa adicción, la cual agradezco, descubrí en ese ambiente un manantial de ternura, de alegría, de salud, solidaridad, afecto y de bienestar. Ese venero ha nutrido mi espíritu de una fuerza tan vigorosa que ha transformado milagrosamente mi ser. La magnificencia de esa alfaguara me ha tocado con un fulgor tan penetrante, que llegó a mi corazón para convertirme en uno de los más apasionados seguidores del majestuoso danzón. Esa luz portentosa y suave del conocimiento transmitido por los maestros del baile paradisíaco, dio brillo a mis ojos y dibujó la sonrisa en mi apesadumbrado rostro; alegró mi vida y me dio el privilegio de ver cómo este ritmo atrae a las almas solitarias y da alivio a los cuerpos tristes y corazones maltratados por la indiferencia y el desdén. No existe la menor duda de que el sublime ritmo de contacto tiene la virtud de acercar a las personas, para luego impregnarlas de amor, afecto, simpatía y delicadeza. Ese despertar de felicidad en las almas melancólicas no es posible sin el auxilio de los profesores, por eso se les admira.

Cierto que existen conductas de instructores que a los alumnos incomoda, como por ejemplo, que sea un preceptor de los que se enfadan fácilmente, regañón, criticón, que ponga apodos, que use lenguaje obsceno y agresivo, que se exprese mal de sus colegas, o que sea descortés con las damas. Sin embargo, se admira a los maestros que motivan, que animan e incitan, con especial pasividad y tolerancia, a que el alumno conquiste la meta de ser buen ejecutor del danzón; qué bueno que existan profesores que atienden de manera especial a los alumnos que se atrasan por no tener la capacidad de seguir el acelerado ritmo de enseñanza de otros que aprenden de manera rápida; aplaudimos a los instructores que se esfuerzan por lograr que los alumnos adquieran el hábito de mostrar siempre la bella intensión artística en la ejecución de los pasos y lograr, en todo baile, un elegante y llamativo remate; y es que todos esos conocimientos habrán de ser en el alumno un fulgurante ornamento que llevará con orgullo toda la vida. Todo esto es posible sólo cuando el maestro siente un profundo amor por la disciplina que enseña, pues no siendo así, no será capaz de despertar en el alumno el anhelo y el deseo que conduce al éxito. También es entendible que el maestro es admirado cuando su trabajo lo realiza con respeto y eficiencia, cuando está convencido que la práctica es oscura si no se alumbra con la teoría; cuando acepta que es su tarea producir cambios en la actitud de cada uno de sus alumnos.

Debemos de reconocer que al incursionar en el mundo del danzón, gracias a los maestros, hemos aprendido, entre otras cosas, que el ritmo es un maravilloso tonificante, y que no basta tenerlo en la partitura para gozarlo; se requiere, además, escuchar los timbales, el güiro y otros instrumentos que a su vez necesitan de alguien que los ejecute con maestría y sentimiento. Algunos instructores opinan, y creo hacen bien al señalar, que cuando se carece de cadencia, compás y orden, el disfrute nunca alcanza su plenitud. Por ello, si deseamos llenarnos de gozo, debemos atender esas sugerencias y aprender a ejecutar ese ritmo con gracia, elegancia y gallardía, y para ello el camino indicado es acudir a los buenos maestros, los expertos que enseñan los secretos de cómo bailar bien y disfrutar lo que se baila. 

Es loable la tarea de enseñar; y es que en ese trabajo, al alumno se le imprime disciplina, se le motiva, y se le corrige con paciencia al ejercitar el agraciado lenguaje del cuerpo. Todo eso lo debemos percibir en un ambiente de confianza, de fervor y cabal compañerismo. El proceso de enseñanza-aprendizaje se ilumina con la inteligencia, la imaginación y la creatividad; en esas circunstancias se refuerzan los valores y los actos de honor y dignidad que contribuyen al cambio de apariencia, permitiéndonos así una mejor condición de vida. En el diálogo que se sostiene con los alumnos, es hermoso notar que la comunicación se realiza sin prejuicios y con un sentido crítico constructivo. Es pertinente señalar que la autoridad académica y el buen prestigio del maestro se pierden cuando éste se ausenta de la ética y pretende manipular y persuadir para lograr objetivos algunas veces indecorosos. La autoridad se gana con el respeto a los alumnos, escuchándolos y demostrando siempre el interés por corregir con resplandeciente optimismo todo aquello que se tenga que subsanar o rectificar. El sarcasmo, la humillación, el desprecio y la soberbia no deben tener cabida en la enseñanza y los que practican estos nefastos vicios no merecen ocupar un lugar académico en la cultura del danzón. 

El que enseña, por su condición de instructor, es el centro de atención; los alumnos lo observan, lo critican y en ocasiones lo evalúan sin maldad y con auténtica imparcialidad. Si sus actitudes son sanas y positivas muchas veces son emuladas orgullosamente por sus discípulos. El aprendizaje no solamente se circunscribe en aprender rutinas, pasos y más pasos; desde el inicio de la enseñanza, salvo mejor opinión, debe incluirse una actividad que haga el hábito en el alumno de expresar corporalmente el vigor, la elegante y bella agresividad que tenga la intensión de hacer una buena entrada, tan llamativa que capte la atención y que cada paso, figura o remate estén impregnados de la voluntad y el ánimo de ajustarse al ritual danzonero que exige mando, buena conducción, gracia, capacidad e imaginación para improvisar, y desde luego, elegancia y distinción. Todos estos detalles deben estar siempre penetrados de sentimientos generosos, nobles y

CONTINUARÁ…

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