Por Alejandro Cornejo Mérida
Extracto del Boletín Danzón Club No. 120 (Febrero, 2020)
SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE
...Me agrada comentar todo esto, pero seguramente tú estás esperando que te cuente lo que sucedió en La Antigua, Veracruz, en aquellos momentos en que sufrí los apuros y las angustias a que me referí al inicio de mi relato. Pues lo que ocurrió fue lo siguiente:
Como director de un taller de Danzón, en una ocasión asistí al Puerto de Veracruz con uno de mis grupos que participaría en un concurso. En esa fecha, con mi bella pareja, dimos una exhibición en esa Ciudad, que según los críticos fue un éxito. Recuerdo que el día siguiente fue un 3 de mayo, celebración de La Santa Cruz, que en el municipio La Antigua festejan en grande; llega gente de muchas partes, atraída por los hermosos paisajes, la rica comida típica, la gran variedad de mariscos, los tamales de masa con carne de cerdo y los de elote con carne de pollo. Los juegos mecánicos, los paseos en lancha por las cálidas aguas del río Huitzilapan, así como el andar en el puente colgante, no dejan de ser un atractivo pasatiempo. Pero por encima de todo eso, está el interés por el baile que por lo menos se realiza en dos lugares al mismo tiempo, siempre amenizados por conocidas danzoneras del rumbo, dándole majestuosidad a la fiesta la participación de la única e inigualable Danzonera La Playa. En ese lugar, mi pareja y yo teníamos el compromiso de dar una exhibición a las cinco de la tarde. Como había llevado mi camioneta a la Ciudad de Veracruz, pensé viajar en ella a la población La Antigua, lugar al que se puede acceder por la autopista, llegando primero a la caseta de cobro en un promedio de unos veinte minutos. Luego está el camino que lleva al centro del municipio; esa ruta no estaba en óptimas condiciones pues una parte era terracería y otra de empedrado, por ahí teníamos que transitar. Como nos habían dicho que el evento era especial y que habría cámaras de televisión y personas importantes como invitados, decidimos ir muy elegantes; ella con un hermoso vestido blanco con adornos de lentejuela y yo con un smoking también blanco que había adquirido recientemente; mis zapatos y las zapatillas de ella también eran del mismo color que la ropa, sólo su abanico y la flor que portaba en la cabellera eran de color rojo. Mi pareja lucía divina, era un encanto. Ya arreglados y faltando una hora y media para nuestra presentación, abordamos la camioneta para dirigirnos a La Antigua; llegamos bien hasta la caseta donde se inicia la brecha, pero como a unos cincuenta metros de transitarla, se ponchó la llanta izquierda delantera. Esto me causó malestar porque eran nuevas. No quise que ella se bajara para que no estropeara sus zapatillas, pues el camino estaba disparejo, había tierra y arena suelta. Bajé de la camioneta en camisa con la idea de pedir ayuda pero el lugar se encontraba solitario, la gente se había ido a la fiesta. Una persona me sugirió que esperara un auto colectivo que daba servicio del pueblo a la caseta de la autopista, que lo esperara pues el conductor era el indicado para ayudarme. Yo podía hacer el cambio de llanta pero corría el riesgo de ensuciar mi ropa blanca, por eso me abstuve. Después de un largo rato apareció el referido auto, le hice la parada y le solicité la asistencia, pero me dijo que no podía dármela porque eso implicaría suspender el servicio que prestaba. Le pregunté si había alguna vulcanizadora y me informó que no trabajaban en ese día porque era festivo. Observé mi reloj y noté que ya se aproximaba el momento de nuestra actuación; mi pareja estaba desesperada y maldecía a la llanta por haberse ponchado. Yo no hallaba qué hacer, estaba exasperado como nunca; impaciente y enfadado miraba pasar los autos sin que ninguna persona atendiera mi señal de auxilio. Era triste saber que ni aún pagando bien nadie se acomedía a prestarme ayuda. Volví a mirar mi reloj; faltaban diez minutos para las cinco. Casi era la hora señalada para hacer nuestra exhibición. Considerando que el auto colectivo tardaba en hacer su recorrido y tomando en cuenta que los otros coches que pasaban siempre iban ocupados al máximo, le dije a mi pareja que no había otra opción más que caminar. Eso a ella no le agradó, pues contra todo lo acostumbrado, en esa ocasión no llevaba zapato de piso y tenía que avanzar con zapatillas de tacón alto, con las que bailaría. Tomé mi saco, cerré bien la camioneta y le dije:
-- ¡A caminar, preciosa; y no debes enojarte!
-- Tenemos que llegar a tiempo, no quiero perderme la exhibición –manifestó.
La tomé de la mano y empezamos a caminar aprisa. El camino estaba accidentado, disparejo, polvoriento y arenoso. El aire limpio todavía era entibiado por el majestuoso sol tropical; los árboles de mango, las palmeras y las matas de plátano nos vieron pasar de manera apresurada. Yo había pensado que si no llegábamos a tiempo, pediríamos disculpas y con un poco de buena suerte nos darían la oportunidad de actuar después de otras parejas programadas para bailar en ese evento, pero mi compañera me apretaba la mano y entusiasmada me decía: “Tenemos que llegar a tiempo”. Era obvio que ella deseaba no perder la oportunidad de participar en ese baile de exhibición. Por la forma elegante en que íbamos vestidos y el hecho de caminar aprisa, llamábamos la atención de las pocas personas que desde sus casas o patios nos miraban. Como a veinte metros vimos un auto que venía levantando polvo del viejo y maltratado camino; cuando se aproximó a nosotros uno de sus cinco jóvenes ocupantes sacó la cabeza por la ventanilla y nos gritó: “apúrense, ya los están esperando”.
Minerva, mi compañera, me dirigió su linda mirada, medio sonrió y con su tierna voz me dijo:
-- ¿Corremos?
-- ¿Podrás hacerlo con zapatillas? –respondí.
-- Sí, quiero que lleguemos a tiempo.
Con mi mano derecha y con amorosa suavidad, tomé su delicada mano izquierda e iniciamos la carrera inesperada. A pesar de que habíamos entrado a la parte empedrada del camino, ella se deslizaba rápido y con la gracia de un querubín. Para correr mejor, con su mano derecha se alzaba un poco el vestido y así lograba dar más largas sus zancadas. No faltó el atrevido silbido fiiiiuuu, fiiiiiiiuuuuuuu, de algún lugareño admirador de la belleza femenina. Corríamos cuando sonó mi celular, una voz masculina de mi equipo me anunciaba que era el momento de nuestra actuación. Contesté diciendo que ya íbamos en camino que no tardaríamos más de tres minutos. Aceleramos el paso; y humedecidos por el sudor, nos acercábamos a la gente reunida en las calles, cuando escuchamos por el sonido que el animador anunciaba: “Ahora es el turno de la pareja sensación del ritmo majestuoso; de México, Distrito Federal, con ustedes Minerva y Richard”. Al notar que no aparecíamos y luego de esperar unos segundos, preguntó: “¿Dónde está la pareja Minerva y Richard? Que pasen por favor, es su turno”. Estábamos a unos treinta metros de la tarima, cuando una voz anónima advirtió: “Allá vienen corriendo, abran paso”. De inmediato la gente formó una valla que nunca voy a olvidar, unos empezaron a aplaudir, y a medida en que nos acercábamos al lugar donde bailaríamos, los aplausos se multiplicaban, otras personas sólo reían. Llegamos sofocados, pero con la sonrisa en los labios, como pidiendo disculpas. Subimos al escenario y nos colocamos al centro; discretamente el director de la danzonera nos regaló unos instantes para reponernos del desgaste ocasionado por el rápido recorrido. Las cámaras de televisión, los fotógrafos y los que toman videos estaban colocados en lugares estratégicos. El anuncio de nuestra exhibición se hizo así: “Minerva y Richard bailarán para ustedes, del maestro Gonzalo Varela Palmeros, su conocido Danzón Maru y Freddy; ¡por favor, música maestro!”. La concurrencia que abarrotaba el lugar empezó aplaudir de manera efusiva. Recuerdo que al escuchar las primeras notas musicales de la danzonera, desapareció en mí la fatiga causada por la carrera, creo que en mi pareja ocurrió lo mismo; bailamos inspirados como pocas veces; desde el fondo de mi alma, como nunca, afloró la intensión estética que me indujo a elaborar bellas figura que fueron ampliamente ovacionadas. Al terminar nuestra actuación tuvimos el reconocimiento y la recompensa del público que nos vitoreaba y pedían que se repitiera nuestra actuación, lo cual se hizo de buena manera con la cooperación afable de los músicos.
El astro rey que me hizo transpirar durante el recorrido, empezaba a ocultarse; el atardecer advertía la llegada de la noche, y los cocuyos del lugar esperaban que cayera el manto de la oscuridad para embellecerla con sus fluorescentes luces. Los apuros, la angustia y la desesperación que momentos antes habíamos sufrido, ya eran historia que se separaba de nosotros; fue entonces cuando, ya superadas las tensiones, nos fuimos a un bonito comedor que está a la orilla del río a degustar un apetitoso filete de pescado a la veracruzana y arroz blanco con plátano frito, pero antes, saboreamos unos deliciosos toritos de cacahuate que, como cortesía, nos invitaron en el restaurante.
El relato agradable e interesante que hacía el profesor se interrumpió por la presencia de la amable mesera que nos ofreció más de su delicioso café.
-- ¿Y la camioneta? –Pregunté a mi maestro.
-- Resulta curioso lo que voy a decirte, pero después de nuestra exhibición y luego de haber comido, sobraron personas acomedidas que ofrecieron su ayuda para corregir el desperfecto de la camioneta. Le cambiaron el neumático y sin ningún problema regresamos a Veracruz.
La experiencia que viví ese día fueron momentos de zozobra, enfado, inquietud y tal vez de chacota para algunos, pero finalmente la exhibición resultó agradable y dio alegría al público asistente, nunca la voy a olvidar. Termino diciéndote una cosa importante, escúchalo bien, esa ponchadura fue la que propició mi carrera de danzonero, pero por ningún motivo debe confundirse con mi carrera de instructor profesional de baile.
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