Por Alejandro Cornejo Mérida
Extracto del Boletín Danzón Club No, 100 (Junio, 2018)
La compasión hacia nuestros semejantes es un acto que despierta una enorme satisfacción tanto en quien la ofrece como en quien la recibe; es un sentimiento de bondad que emerge del corazón impulsado por la emoción que se genera en nuestra mente. Esa virtuosa exaltación hace fecundar la felicidad en las personas que buscan disminuir el dolor ajeno; es una caridad enternecida generadora de bienestar que no alcanza su plenitud si se carece de salud, pues ésta se enturbia con los padecimientos y dolencias de algunas enfermedades; por esa razón debemos dar especial cuidado a nuestros órganos así como a otras partes del cuerpo, como son las valiosas manos y los abnegados pies, pues con ellos realizamos importantísimas actividades.
Mis ojos me han dado felicidad porque a través de ellos he conocido cosas maravillosas; mis oídos viven alagados por el placer de un suave tintineo y la percepción de una música sensible; mi espíritu se reconforta con el canto romántico que emociona mi existencia para luego expeler de ella sonrisas y lágrimas forjadas en agradables sentimientos. Sin los sentidos no se puede alcanzar la felicidad; gracias a ellos he disfrutado la belleza, el sol, el atardecer, la lluvia, los bosques, la novelesca luna, las estrellas, el mar y la playa; también motivaron el conocimiento de la amistad, la bondad, el teatro, la armonía, la danza, las flores, el rocío, las aves, de mi perro de insustituible lealtad y de todo aquello que nos produce amplia complacencia.
El bello mundo en el que nos encontramos inmersos, lo interpretamos con la ayuda de nuestros sentidos; tener a éstos en su máxima aptitud es una bendición que se debe agradecer y valorar, como también se deben aquilatar y apreciar las sufridas tareas a que sometemos a nuestros hacendosos pies. Ellos no son vengativos, pero no tenerles compasión trae consecuencias lamentables. Por las labores asiduas y pesadas a que están subordinados deben ser ampliamente considerados; el agradecimiento constante lo merecen porque ellos soportan, sin reproche, el peso de ese fardo de virtudes y defectos de nuestro cuerpo. Se habla de diversas clases de pies, como el egipcio, el griego y el romano; asimismo, existe el pie de página, el pie de foto y el pie de la poesía clásica, pero yo no deseo referirme a esa clase de pies. Quiero hablar de los míos, los que siendo infantiles caminaron desnudos pisando piedras, arena, hojarasca, tierra, lodo, tachuelas y algunas veces estiércol; cruzaron arroyos, charcos, piñales y platanales; treparon árboles frutales, palmeras de cocos y fueron veloces como los pies de Hermes, el mensajero de los dioses, para librarme de las peligrosas fauces de intrépidos y violentos podencos.
La diferencia virtuosa con otros pies, la tienen los míos que son inigualables. Los pensamientos distintos y especiales hacia los pies, los tengo yo, que hoy quiero hacerles una alabanza y decirles algo de lo mucho que siento por ellos. En cumplimiento a ese anhelo empezaré por hablar del amor, pero no del amor erótico que nos hace vibrar de emoción al nutrirse con el ardiente pensamiento que impulsa al corazón a irrigar sangre tórrida por todo nuestro cuerpo; tampoco deseo comentar del amor tierno y puro que se le entrega a una dama, en la etapa del noviazgo, cuando nos roba el sueño y el razonamiento; de esa clase de amor no quiero hablar. Hoy deseo ocuparme del amor que le tengo a mis generosos y sufridos pies, que son de un hombre plebeyo; pies que viven alejados de las correrías extravagantes que por regiones increíblemente lujosas y opulentas hacen los aristócratas. Mis palabras se ocuparán hoy de mis abnegados pies que tienen características propias, que desconocen las cosas superfluas que acostumbran las clases pudientes. Ellos son extraños para las finas alfombras; carecen de estirpe de señorío, son de pueblo, aguantadores, nacidos para el trabajo generador de la riqueza. De esos quiero hablar, de los que han sido tolerantes y aguantadores; los de piel morena y empeines firmes. Pies de ascendencia costeña que llevan el estigma de mi raza de bronce, alegre y bullanguera.
Peyorativamente les nombran patas, cascos o pezuñas; pero el sustantivo con que se les designe no merma sus virtudes de ser pacientes y tranquilos en los momentos de espera como cuando, emocionado, aguardo la llegada de mi Dulcinea, mi adorada dama, la de los pies diminutos. Por ellos, entre otras cosas, es que me enamoré de ella; dirán que exagero al hablar de esta manera, pero es que debemos aceptar que es más difícil encontrar pies pequeños y atractivos, que rostros lindos y bellos.
Por todo lo que han hecho mis queridos pies, bien merecen que yo les dedique una oda, un himno o al menos una espinela en que pueda expresarles mi agradecimiento por los placeres y buenas obras que, tal vez, sin merecerlas me han brindado. Bien ganado tienen todo lo que yo pueda hacer por ellos, y lo que haga será poco, comparado con lo que han hecho por este mortal que desde ahora en adelante no escatimará esfuerzo alguno para darles la comodidad y el bienestar que en mis años mozos no pude darles. Mi gratitud por sus servicios es tan grande que no se puede medir; mi agradecimiento es gigantesco como el infinito e indescriptible universo.
¿Cuántas tardes mis adorados pies me condujeron llenos de júbilo a las zonas del placer, ahí donde vibra el aire aromatizado por las notas de las trompetas que interpretan un alborozado Danzón? ¿Cuántos años han cargado mi erguido cuerpo llevándolo a las concurridas pistas de baile, a las plaza públicas y salones donde con amena disciplina, ¡oh magnánimos pies!, fueron el centro de atención de complacidas miradas que me llenaron de orgullo al recibir sonoros aplausos cuando lograba un preciso y puntual remate? ¿Cuántas noches me han hecho gozar al danzar acopladamente frente a unos pies femeninos, engalanados con zapatillas doradas y de pulseras para hacer más coquetas y atractivas las pantorrillas? La alegría de escuchar un jocoso montuno es grande, pero cuando se baila, el júbilo se multiplica; el regocijo se derrama en el amplio salón contagiando a todos los asistentes a ese lugar. El cuero de los timbales se ufana al marcar los majestuosos compases; el saxofón ejecutado con gallardía luce genial, igual que el violín o la trompeta, cuando interpretan la melodía que inspira y hace suspirar a las parejas que, emocionadas, esperan la parte más alegre del Danzón para lucir las figuras aprendidas en la praxis y en la academia. Todo ese gozo, lluvia divina de alegría que da vida a mi corazón, no ser no sería posible sin el apoyo de mis nobles pies que al danzar se deslizan con elegancia, respetando siempre las normas que impone el ritual del esplendoroso ritmo. (Continuará)
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