Por Alejandro Cornejo Mérida
Extracto del Boletín Danzón Club No. 153 (Noviembre, 2022)
Fue en sábado por el medio día, en un lugar muy concurrido por los adoradores del baile, ese bello lugar donde es fácil encontrar los tradicionales saludos de las personas de la tercera edad, aunque debo de admitir que también acuden jóvenes y adolescentes.
Con el gusto de siempre saludé a muchas de mis amistades, con las que platiqué temas relacionados con el baile que no pasa de moda y del estilo de tocar de varias danzoneras.
Después de amable charla decidí bailar con una de mis bellas amistades, una dama con largos años de experiencias en el danzar de esa llamada baile elegante, sé que le nombra así porque por lo general todas las personas que acuden a esos eventos siempre acuden bien arregladas, luciendo sus mejores atuendos incluyendo zapatos propios para el baile, como lo es la zapatilla de pulsera que acostumbran las damas,
Bailé cuatro o cinco piezas que se interrumpieron porque la danzonera anunció un descanso. Este intervalo fue bastante agradable para muchos porque en el espacio en que se bailaba se sentía tan fuerte el sol, que varias personas sudaban como pocas veces, pues era el mes de la canícula.
Después de mi bailada, y debido a los insoportables rayos del sol que caían sobre la pista del danzar, busqué un árbol que me diera sombra, y fue así que, a un costado de la plaza de La Ciudadela, lugar donde un maestro, muy conocido en el medio, enseñaba danzón a sus alumnos con música grabada; eran como seis parejas las que bailaban bajo las indicaciones del instructor. Recuerdo que bailaban el danzón Juárez cuando me acerqué a una de las bancas donde varios amigos, ya de la tercera edad, observaban a las bailadoras. Me aproximé a uno de mis conocidos amigos y saludé:
— ¡Buenas tardes Juanito! ¿Qué haciendo?
— Aquí viendo el chango —respondió.
— ¿El chango? —contesté.
En ese instante llegó otro amigo y se interrumpió el diálogo conmigo, iniciándose la otra plática con el recién llegado.
Lo del chango me dejó intrigado y pensaba: “a qué chango se refiere mi apreciado amigo”. Ingenuo, todavía, dirigí mi mirada hacia la parte alta de los árboles. Busqué en las elevadas ramas, con la intención de localizar algún chango, de acuerdo a lo manifestado por mi amigo Juanito. El caso fue que busqué y busqué y nunca pude ver el referido animal. Lo que sí noté fue que mis amigos que habían ganado el espacio de la banca miraban insistentemente a las damas que bailaban al compás de la música grabada que controlaba el maestro de danzón.
Pasado breve momento y considerando que se aproximaba el final del evento sabatino y de las clases que imparten en tan afamado lugar, decidí retirarme. Me encaminaba a la estación del metro Balderas cuando me alcanzó el conocido Juanito diciéndome que también iba a la misma estación del transporte colectivo. Caminábamos por la calle de Enrico Martínez, cuando animado por la curiosidad pregunté a mi amigo qué cuál era el chango que miraban, ese chango que yo no pude ver. Él se echó a reír, y me dijo no sean tonto, te voy a aclarar las cosas:
Cuando dije estamos viendo el chango, no me refería al animal mamífero conocido como mono o primate, era en relación a una compañerita conocida como Nieve; ella lucía un vestido blanco, algo transparente, y se le traslucía una tanga que seguramente le apretaba demasiado, pues se le marcaba la prenda en sus desarrollados glúteos. Eso motivó que una de sus compañeras, de manera discreta le indicara ese detalle, a lo que la del problema decidió corregirlo de manera inmediata. Así que se fue a los baños del lugar y se quitó la prenda interna que la hacía ver mal.
Rápidamente regresó a la clase, pero como su vestido blanco era diáfano y cristalino se notaba en su bajo abdomen lo oscuro de su región genital. Así que, con un poco de imaginación, nosotros con claridad mirábamos cómo bailaba el chango. Aclarada la incógnita de la situación vivida, abordamos el metro, él en dirección a Indios Verdes y yo en sentido contrario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario