Por Alejandro Cornejo Mérida
Era el mes de mayo, bien me acuerdo. El año, pienso que no tiene importancia mencionarlo, lo cierto era que el calor, como pocas veces, se sentía fuerte pero no mermaba el ánimo de seguir bailando. Las damas, deslumbraban con su elegancia. Ataviadas con sus mejores prendas lucían hermosas; la mayor parte de ellas ocupaba las mesas en las que se observaban envases de refrescos, cervezas y unos vasos que al parecer contenían bebidas alcohólicas preparadas. Las que portaban abanicos, accesorio común en las danzonras, lo abrían y cerraban con elegancia y porte para refrescar los bellos rostros amantes del paradisíaco ritmo. Era una matiné de danzón que se celebraba en el salón Los Ángeles; cuando el evento estaba por terminar, mi amigo Emilio me dijo en voz baja: “ya vámonos a comer” y discretamente respondí que me permitiera terminar la tanda de danzones que tocaba la inconfundible Danzonera Joven de México, dirigida por el prestigiado y apreciado maestro Alejandro Aguilar Torres, que en ese instante nos deleitaba con el danzón Egipto heroico.
Al salir del salón del baile pregunté a mi amigo:
— ¿Dónde te gustaría comer?
Al no tener una respuesta rápida sugerí comer en una de las fondas del mercado de Portales. Alimentarse ahí tiene sus ventajas, pues además de ser económico es comida del día. Nunca rezagada o refrigerada como en algunos restaurantes. Emilio respondió:
—Me gustaría que fuéramos a La Coronita, ahí preparan buenas bebidas y obsequian excelentes botanas.
No contradije a mi amigo pues pensé: “con tanto calor bien se apetece una cerveza Corona”, y nos dirigimos a ese lugar que es una cantina que se encuentra al oriente de la Ciudad de México; con hambre, sed y acalorados, como cuando se vive la canícula que azota en los meses de julio y agosto, llegamos al lugar indicado. El mesero de inmediato nos ofreció una mesa que estaba cerca de los baños pero dudamos en aceptarla; fue un momento de indecisión que enfrentamos. En eso estábamos cuando uno de los ocupantes, de otra mesa, conocido danzonero, apodado El Rudo, me hizo señas para que nos sentáramos con él y otras dos personas que lo acompañaban. Accedimos, y al momento colocaron dos sillas más. Al sentarnos noté que los tres ya habían tomado más que suficiente y uno discutía con calor de enojo. Quisimos retirarnos a otra mesa pero consideré que me lo tomarían a mal o como un desprecio hacia ellos. De pronto, uno de esos caballeros, cuya nobleza la opacaba su actitud altanera y grosera, de aspecto gansteril, fornido y violento, se puso en pie, con su puño cerrado asestó fuerte golpe a la mesa y dirigiéndose a El Rudo con voz malsonante espetó:
— ¡Óyeme bien pendejo, a mi vieja la respetas!
—Yo no la molesto, es ella la que me pide que la saque a bailar. Y cuando no lo hago, me busca y me conduce a la pista.
El fortachón estaba enfurecido. Se notaba desquiciado por los celos y la desconfianza. El Rudo, más prudente permaneció sentado sin dirigirle la mirada,
—Te crees buen bailarín, pero eres un pinche padrote pendejo y de tercera. ¡Eres una mierda!
—No me ofendas, ya cálmate estás borracho.
—Borracha tu puta madre. Y horita te voy a quitar lo vividor y lo padrote. ¿Me oyes?
El iracundo hombre sin controlar su ira provocada por la sospecha y envidia descubrió su cintura haciendo un lado la parte derecha de su saco, extrajo una pistola y apuntó a la cabeza de El Rudo. Ante el mayúsculo escándalo los parroquianos espantados mostraban sus caras de preocupación.”¡Ya cálmate!” dijo el mesero que los atendía. Y el agresivo fulano, que después supe era un retirado agente de la judicial, apuntó con su arma al desprotegido camarero que se quedó mudo y paralizado. En ese instante un cliente se le fue encima al bravucón y sujetó la mano que sostenía la pistola. Hubo un forcejeo y derivado de él se escucharon fuertes detonaciones. Cundió el terror; la gente más se espantó y en ese momento de confusión mi amigo y yo nos levantamos de la mesa. Algunos buscaron la salida, yo hice lo mismo. Estando afuera, busqué a Emilio y no lo miraba por ningún lado. Entonces regresé a buscarlo pero por fortuna ya salía de esa taberna. Muchos se quedaron adentro para enterarse del final de los acontecimientos.
— ¿Dónde te metiste? Te busqué y como no te encontraba, me salí. Los disparos, la imprudencia del peleonero y por cautela decidí buscar la calle —dije a Emilio.
Con mi amigo, al que vi sobresaltado y macilento por los actos del altercado, cruzamos la avenida para alcanzar la banqueta de enfrente de La Coronita. En esos instantes comenzaron a llegar las patrullas y camionetas policíacas con hombres armados que entraron a la cantina aprehendiendo a los parroquianos para llevarlos a la Agencia del Ministerio Público. Al poco rato del incidente el bar quedó vacío; fue el momento en que pregunté a mi amigo por qué se me había desaparecido. Después de dar un gran suspiro sonriendo dijo que durante la acalorada disputa, él igual que la demás gente, entró en pánico y fue a refugiarse al mingitorio pero que se salió porque el agredido, El Rudo, también hizo lo mismo y pensando que a éste lo buscarían ahí para matarlo, mejor decidió salir a la calle. Luego de esa amarga experiencia nos dimos cuenta de que el calor, la sed, el hambre y el deseo de una cerveza Corona habían desaparecido. ¡Cuántas cosas suceden en el mundo del danzón!
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