Por Alejandro Cornejo Mérida
Extracto del Boletín Danzón Club No. 170 (Abril, 2024)
El ambiente estaba envuelto por un silencio sacrosanto, una mudez de respeto y de notable devoción.
En ese instante no se escuchaba el menor rumor, susurro o murmullo, si acaso el leve suspiro de algunas damas que sabían el porqué de ese especial momento. Como pocas veces, el salón lucía totalmente iluminado, se miraba esplendoroso; las personas que de manera regular ocupaban las mesas, ahora estaban de pie y atentas, mirando lo que ocurría. Bien podía observar que al frente del estrado estaba la danzonera; abajo, tres damas que llamaban la atención por la manera en que iban ataviadas. Una de ellas, de la tercera edad, elegantemente vestida de negro y con un agradable maquillaje que la hacía más encantadora. Las otras dos, jóvenes y guapas, también con sus atuendos negros, atractivos y distinguidos. La finura, el garbo y una pequeña sonrisa las hacía lucir maravillosas. Había transcurrido cerca de un minuto, cuando el maestro de ceremonia, José Juan Tezozómoc, con su melódica y educada voz dijo a la concurrencia:
-- ¡Muchas gracias damas y caballeros!, así es como se le rinde homenaje a los ilustres danzoneros. Gracias por contribuir a este honroso minuto de silencio, en honor de nuestro compañero Rafael Maldonado Torres.
Ahora les quiero pedir, para el desaparecido amigo que se nos ha adelantado en el camino, otro minuto, pero este será un minuto de calurosos aplausos. Los asistentes aplaudieron con entusiasmo durante ese breve lapso.
Lo acontecido en esa fecha fue memorable para los que acostumbramos visitar ese bello lugar. Recuerdo bien esos momentos. Compré mi boleto y entré al salón; quedé impresionado al mirar lo que nunca antes había visto: la pista de baile despejada y la gente de pie alrededor de ella.
La concurrencia elegante y distinguida, como todos los viernes, había acudido en demasía.
-- ¿Quién fue él, por qué hacen esto? -pregunté a la persona más cercana.
-- No sé, acabo de llegar, -me contestó.
Me quedé inmóvil unos instantes, esperando que la incógnita se disipara. ¿Cómo olvidar ese viernes, si además de lo que ocurrió en el salón fue la ocasión en que estrené mi traje color hueso con rayas café oscuro y camisa color vino, corbata marfil y zapatos blancos con sus bigoteras y talón marrón? Me sentía todo un “gentleman”, pues dos días antes, me habían hecho un discreto corte de pelo y además estrené una exquisita y fresca loción que me regalaron el día de mi cumpleaños. Debo decir que cuando los adoradores del Danzón acuden al salón para bailar, casi la mayoría trata de lucir sus mejores prendas, no porque vayan de “conquista”, no, lo hacen porque están convencidos de que el vestir con elegancia es parte del ritual danzonero.
Respetuoso, como todos los demás, me coloqué a la orilla de la pista para observar lo que ocurría. En ese instante, el hombre del micrófono dijo que las damas que estaban frente a la pista –ya se habían puesto en pie- eran la esposa y las dos hijas del difunto, y agregó: “Nuestro amigo y hermano murió como él quiso morir: bailando el sabroso ritmo del Danzón”. Una de las hijas del desaparecido danzonero, sostenía entre sus manos una pequeña urna de madera, color caoba; en ella -se comentó-, se guardaban las cenizas del difunto homenajeado. En forma breve, el animador contó la historia de cómo había ocurrido el fallecimiento: fue un asiduo visitante al salón de baile, siempre puntual hasta en época de lluvia, pulcro, elegante, caballeroso y alegre. Tenía noventa años, cuando bailaba con una conocida dama del salón; en su figura se notaba la emoción, el gusto y la alegría que inspira la melodía y el delicioso montuno. Así, disfrutando el ritmo de su preferencia, lo sorprendió el infarto de miocardio.
Fue un hecho doloroso pues las damas lo admiraban; muchas de ellas, siempre estaban deseosas de danzar con ese amable caballero, y él con gusto enseñaba a quienes querían aprender a bailar el sabroso ritmo. Cuando ocurrió el infarto, se sintió obligado a detener el baile, puso su mano derecha sobre el bíceps del brazo izquierdo que mantenía estirado, luego con su rostro transformado en sufrimiento, llevó sus manos al pecho diciendo que ahí le dolía y se desplomó; la gente que vio la triste escena se alarmó de tal manera que clamaron ayuda para el enfermo; la danzonera dejó de tocar y por el micrófono se pidió asistencia. Por ventura se acercó un médico que se encontraba en el salón disfrutando del baile. Le dio los primeros auxilios y llamó a la ambulancia. Cuando se lo llevaron todavía respiraba, después llegó la triste noticia de que había muerto en el hospital.
A los ocho días de su fallecimiento, y en ese viernes en que acudí al salón, le rindieron el homenaje. Se dijo, entre otras cosas, que fue un bailador de muchísimos años, conocido por varias generaciones de danzoneros; sus amigos y otras personas se le acercaban para verlo bailar y aprenderle algunas figuras que eran de su invención. Siempre derechito, la sonrisa constante y amigable. Con la mirada al frente ejecutaba bellos paseos, envidiables floreos, columpios sencillos y con giros, rehiletes, pasos laterales y cruzados, tornillos, pivotes, amagues y remates de excelencia, aplaudidos por su inigualable precisión.
Embelesaba a todo el mundo que lo veía, era un maestro bailando el Danzón cerrado, floreado y de fantasía. ¡Cómo no lo iban a recordar! De esos genios muy poco se dan en los bellos solares del Danzón.
Después del minuto de silencio y de los aplausos, la gente continuaba de pie alrededor de la pista, fue entonces cuando se anunció que una de las hijas, la que tenía la urna con las cenizas, bailaría el Danzón que el fallecido había ejecutado cuando lo sorprendió el infarto. Así, cuando la danzonera comenzó a interpretar “Mi vida por un danzón”, la hija, con la mano izquierda acercó la urna a su corazón y levantando levemente el brazo derecho, simulando un enlace danzonero, empezó a bailar con singular belleza; la gracia y la elegancia la acompañaban, su angelical sonrisa cautivó a la concurrencia; los aplausos sonoros, como el aletear simultáneo de mil palomas, se prolongaban al tiempo que inundaban el salón las sublimes notas que esparcían los metales ejecutados con destreza; no eran menos los alborozados compases que surgían de los timbales; todo se convirtió en un venero de inspiración que hizo que la atractiva dama se deslizara con encanto en el centro de la pista, bailando con elegancia y dejándose llevar por una pareja imaginaria, que era su respetable padre. Mientras la ovacionaban, algunas damas en forma discreta secaban las lágrimas que no pudieron contener, porque algunos danzoneros, con su enternecedor sentimiento de esteta, poseen el don de la sensibilidad y cualquier emoción, por pequeña que sea, extrae sentidas lágrimas de lo más profundo del corazón. Era bello lo que presenciábamos, un cuadro nunca visto que conmovió a todos; a unos los llenó de alegría y aplaudieron hasta el cansancio, otros como yo, nos sentíamos confundidos en nuestros sentimientos; nos invadió el regocijo, pero al mismo tiempo el deseo de llorar al mirar a una hermosa joven bailar con un cofre que contenía las cenizas de su padre. Fue un momento especial, una mezcla de congoja y alegría, en la que despuntó la ternura cuando vimos bailar a la dama, que mostró la gracia y el donaire que se pueden prodigar cuando se danza de manera magistral.
Cuando terminó de bailar, toda la concurrencia aplaudió efusivamente; algunas personas hicieron fila, pues querían platicar con ella, aunque fuera unos segundos, y en esa cercanía darle el pésame y felicitarla por lo bien que había bailado. También abrazaron y dieron condolencias a la señora mayor y a la otra hija. Después de esa ceremonia, el animador dijo que la muerte del amigo y compañero del baile fino había sido dolorosa, que todos sentíamos esa pérdida, pero que la alegría de vivir tenía que continuar y se invitó a la gente a bailar, a disfrutar de las beldades del Danzón. Después de unos instantes, el desbordamiento de danzoneros se apoderó de la pista, todos ellos decididos a gozar, en la mayor amplitud, el ritmo generoso que durante más de una centuria, había dado vida y placer a la gente de buen gusto.
La danzonera inició su tanda con encantadores Danzones, casi todos conocidos, pero motivadores y revitalizadores como los buenos tónicos; cierto que se interpretan con frecuencia, y eso es bueno, porque cada Danzón que se escucha se convierte en un antidepresor, ya que sus mágicas notas tienen el divino poder de transmutar la tristeza y el aburrimiento en alegría y bienestar.
Al concluir la tanda, hubo cambio de danzonera; los músicos que llegaron se tomaron unos minutos para acomodarse en sus lugares y colocar sus partituras en los atriles. En tanto eso ocurría, en una de las principales mesas del salón, estaban las tres damas, familiares del extinto; por el luto que guardaban y sus prendas negras, nadie se atrevía a invitarlas a bailar. Yo me paré frente a ellas, y miré sonriendo a la joven que había bailado con el cofre que contenía las cenizas del fallecido. Al mirar que me devolvió la sonrisa, me tomé el atrevimiento de invitarla a bailar; mi asombro fue grande cuando extendió su mano de suave piel y se levantó. Muy gentil me tomó del brazo pidiéndome que la llevara al centro de la pista, cerca de donde se colocan los bailadores más distinguidos. Yo estaba feliz porque tenía por pareja a una chica que sabía bailar muy bien y porque se iniciaba el turno de “La danzonera joven de México del ‘Chamaco’ Aguilar”. Este distinguido maestro y sus brillantes músicos son de los más queridos en el medio. Iniciamos el baile con el precioso Danzón “Angélica”, siguió “El fotógrafo de las estrellas” y luego “Almendra”. No recuerdo cuales fueron las otras melodías, pero al final de la tanda bailamos “Egipto heroico”, bella creación de Fermín Zárate, interpretada de manera genial por el inigualable conjunto que dirige el renombrado Alejandro Aguilar. Durante el desarrollo del baile, ella lució su atractiva belleza; en cada giro que daba, su cabellera negra y quebrada, que le llegaba hasta la mitad de la espalda, a veces rozaba mi rostro, dejándome el aroma de un fino y delicioso shampoo. En esas vueltas impregnadas de seducción, su vestido amplio se extendía levemente de tal forma que hacía lucir mejor su figura de diosa, esa figura que, con sus medias negras y sus zapatillas de charol, hacían suspirar a muchos de los ahí presentes. Cuando terminó la pieza, fueron tantos los aplausos que “El Chamaco” tuvo que tocar otra vez; fue entonces cuando interpretó el Danzón que le compuso a una gran personalidad del baile elegante: el comandante Jesús Terrón. El nombre del Danzón: “El incontenible Terrón”. Así fue la primera parte de la actuación del hombre de la trompeta y sus muchachos. Recuerdo bien que, en esa fecha, bailando con mi inigualable pareja, presumí mis mejores pasos, las elegantes figuras que aprendí en el taller de Danzón de la “Casa de la cultura” de Coyoacán, a cargo de los insignes maestros Freddy Salazar y María Eugenia Mosqueda, quienes me enseñaron a disfrutar la alegría que transmite la magia del Danzón.
Luego llegó un pequeño momento de receso en que tuve que llevar a la dama a su lugar, en el corto trayecto le dije que bailaba de una manera encantadora. Sonrió en agradecimiento a mi observación. Al llegar a su mesa me presentó a su mamá y a su hermana, y me pidió que me sentara, detalle que nunca imaginé que ocurriera. Ahí, dirigiéndome a la señora, comenté que no me atrevía a pedir la pieza a la señorita por respeto al luto que guardaban, pues llegué a considerar que si lo hacía se iba a interpretar como una falta de respeto hacia ellas. La señora dijo que su esposo le había comentado que el día que él muriera, no deseaba ver en su familia caras tristes; que él ya había vivido muchos años, todos llenos de felicidad; que si deseaban guardarle luto lo hicieran, pero bailando Danzón, que ese era su anhelo, porque ese baile tan bello había sido su gran pasión y su larga vida, tan sana y placentera, no hubiera sido posible sin la práctica de ese sabroso ritmo. También comentó que la pretensión más grande que tenía el señor era la de morir bailando. Ahora nosotras –comentó la viuda-, estamos aquí enlutadas con nuestras ropas, pero con el corazón alegre, divirtiéndonos con el Danzón tal como él lo pidió. La joven con la que había bailado platicó que nunca había estado en ese salón de baile; que muchas veces había danzoneado con su papá, pero en otros lugares; que él le había enseñado la gracia de bailar ese ritmo, que la gallardía y el donaire que expresaba al danzar, pensaba que lo había heredado de su padre. Luego vio la hora en su reloj de pulso y dijo que era el momento en que debían retirarse; así que tomó su abrigo negro, el cofrecito con las cenizas y se levantaron comentando que lo más seguro era que ya las estuvieran esperando en la salida del salón. Se despidieron con amabilidad, pero antes de irse, dijeron que regresarían otro viernes, pues el lugar era atractivo y hechizante. Las acompañé hasta la puerta del salón y ahí, al despedirme de mano de la chica con quien había bailado, le pregunté su nombre. “Soy Cecilia Maldonado Ruiz”, --me dijo--, y luego se retiraron.
Su nombre lo memoricé bien, pues se trataba de una mujer atractiva y experta en el baile fino.
La fiesta del Danzón siguió, cuando hubo otro cambio de danzonera y los instrumentos musicales callaron unos minutos, fue el momento en que aproveché para estrechar la mano de mis amigos y grandes bailadores: Ernesto, Fernando, Jorge, Guillermo, Arturo, Roberto, Pepe “El Elegante”, Jesús Terrón y otros; entre ellos, estaba el distinguido Carlos, el galán del sombrero fino luciendo su exquisita rosa roja en la solapa de su saco. Esos instantes también los empleé para saludar a las divas del Danzón: Susana, Laura, Lupita, Adela, Mercedes, Teresa, Erandi y otras estrellas del firmamento danzonero. Carlos, comentó que deseaba morir igual que el homenajeado: danzoneando, bailando ese ritmo elegante que nunca pasa de moda. Otro de los conocidos bailadores, dirigiéndose a mí, dijo que nunca había visto a un danzonero bailar con una dama vestida de luto. Yo le dije que me sentía orgulloso porque estaba seguro de que había sido el primero en hacerlo, al menos en ese conocido salón de baile.
Al regresar a casa, era casi la media noche, me esperaba mi madre de 75 años de edad, mi linda viejecita, que en su juventud había sido rumbera y gracia a ella aprendí a bailar varios ritmos. Como casi todas las madres abnegadas y preocupadas por sus hijos, sólo esperaba que yo llegara para dormirse. En ese instante no pude platicarle lo que había vivido esa noche en el salón de baile. Mi adorada madre, siempre había sido mi confidente, y a nadie más le contaba con detalles mis experiencias sentimentales. Nací siendo ella soltera, por tanto, llevo sus dos apellidos; fui su único hijo, y para regocijo mío, el consentido.
Me fui a la cama con el corazón emocionado, en mi mente febril sólo había espacio para albergar la imagen encantadora de Cecilia; su gracia, su belleza y su elegancia en el bailar, estaban excitando en mí una extraña pasión que maniataba mi pensamiento para que no se ocupara de nada, excepto de ella.
No sé si me estaba enamorando, pero lo cierto es que esa angelical mujer me había cautivado; sólo pensaba en el día afortunado en que mis ojos pudieran volver a verla. La ilusión y el desvarío me robaban las horas destinadas al sueño y al descanso. Morfeo no tuvo la fuerza suficiente para vencerme; en mi lecho mi ser fantaseaba y férvido cavilé como pocas veces; así me sorprendió el nuevo día.
Desvelado, sonriente y entusiasmado platiqué a mi madre que había conocido una mujer muy hermosa y que Cupido me había lanzado la flecha del amor. Comenté también lo de la ceremonia, las cenizas y lo narrado acerca del difunto. Me preguntó el nombre del homenajeado, y cuando le dije que era Rafael Maldonado Torres, ella cerró sus cansados y añejos ojos, enmudeció por unos instantes y luego noté cómo su pensamiento se transportaba a un pasado quizás de felicidad; me abrazó con la ternura de madre y padre que siempre encontré en ella, después con voz entrecortada me dijo en tono amoroso: “Hijo, ese señor que dices admiraban tanto en el salón de baile, era tu padre; después de que naciste no lo volví a ver nunca porque tus abuelos no lo aceptaron como mi pareja; y la bella dama con quien dices bailaste divinamente, puedo decir con seguridad que es tu hermana”.